El Valle de Nuestro Destino

Capítulo Uno: El Peso de la Deuda

En el año de Nuestro Señor 1615, Gregorio Manzanares, un hombre de sesenta y siete años, se encontraba en el bullicioso puerto de Sevilla, junto al río Guadalquivir, que brillaba bajo el sol español. A pesar de su edad, Gregorio conservaba una figura enjuta, con manos curtidas por décadas de manejar espadas y redes de pesca. Sus ojos oscuros, aún agudos, escrutaban el horizonte con la experiencia de un hombre que había visto la guerra y el mar. Provenía del corazón de Castilla, un pequeño pueblo cerca de Toledo, donde en su juventud había recorrido caminos polvorientos, buscando la gracia de Nuestro Salvador. Pero ahora, la gracia parecía lejana. Las deudas con nobles —hombres con capas de seda y lenguas afiladas— pesaban sobre él como nubes de tormenta. Habían financiado sus sueños de exploración tras escuchar sus relatos de valentía en la Batalla de Lepanto, pero su paciencia se había agotado, y Gregorio, incluso en su vejez, no tenía con qué pagarles.

La Batalla de Lepanto, librada en 1571, era una historia que Gregorio narraba con frecuencia. A sus veintitrés años, había servido como marinero en una galera española, enfrentándose al fragor del choque entre las flotas cristianas y otomanas. El mar se tiñó de rojo, y el estruendo de los cañones resonaba en sus oídos. Recordaba a un hombre llamado Cervantes, un soldado de Alcalá de Henares, no lejos de su propio pueblo. Cervantes, con un ingenio agudo y una mano herida, hablaba de escribir historias que inmortalizaran la guerra. Gregorio, joven entonces, se había reído, pensando que el hombre estaba loco, pero el recuerdo perduraba. Ahora, en Sevilla, la historia de Gregorio era de desesperación. Las amenazas de los nobles lo llevaron al puerto, donde, con el peso de los años, aseguró un pasaje en una carabela rumbo a las Indias, una tierra de promesas donde un hombre, incluso de su edad, podía intentar un nuevo comienzo.

El viaje por el Atlántico fue arduo. Las tormentas azotaron el barco, y la experiencia de Gregorio con la espada, aunque más lenta que en su juventud, fue útil cuando marineros amotinados, hambrientos de oro, causaron problemas. Apaciguó el disturbio con un duelo calculado, su estoque aún preciso a la luz de los faroles. La tripulación lo respetó, viendo en él la fortaleza de un hombre curtido. Las noches las pasaba pescando desde la cubierta, sacando peces relucientes para alimentar a los hombres, un oficio que nunca lo había abandonado. Rezaba a Nuestro Salvador por un viaje seguro, las estrellas guiándolo como en sus días de juventud. Cuando la carabela ancló en Nueva Providencia, Gregorio pisó la arena, su cuerpo cansado pero su corazón latiendo con un resquicio de esperanza.

Nueva Providencia era un puesto caótico, una mezcla de colonos españoles, mercaderes ambiciosos y aventureros de toda Europa, todos persiguiendo riqueza. Entre ellos estaba Diego de Vargas, un castizo extravagante que alardeaba de su linaje y planeaba extraer oro en La Española. Sus ojos brillaban de codicia, su jubón bordado con hilos que hablaban de riqueza prestada. Otro, un inglés sombrío llamado Thomas Hale, hablaba de plantaciones de tabaco, sus ideales puritanos chocando con su ansia de lucro. Gregorio, con la sabiduría de los años, mantenía su distancia, desconfiando de hombres cuya ambición superaba su honor. Fue en una taberna, entre el tintineo de jarras y el hedor a ron, donde conoció a Karl Reeder, un cartógrafo anciano, aún más viejo que él, con un rostro curtido y un fuerte acento alemán.

Karl, cercano a los setenta, era católico, originario del norte de Europa, del Sacro Imperio Romano. Sus manos temblaban mientras desenrollaba un mapa de las Indias, con bordes desgastados por años de uso. Sobre copas de vino aguado, Karl compartió su historia: había llegado al Nuevo Mundo con otro viajero, un hombre de apellido Serrano, de unos cincuenta y siete años, que se había ido al sur, a Puerto Viejo, en busca de esmeraldas, pero planeaba regresar pronto a Nueva Providencia para reunirse con él. Gregorio, fluido en italiano por sus días de comercio en Venecia, escuchaba atentamente pero compartía poco de su pasado. Su familia en España —distante, fracturada— era un tema que evitaba, como si el silencio pudiera borrar la vergüenza de sus deudas. Las historias de Karl sobre tierras inexploradas encendieron una chispa en Gregorio, un propósito que, incluso a su edad, lo impulsaba. La amistad del cartógrafo ofrecía un nuevo comienzo, y Gregorio juró dejar su marca en esta tierra salvaje.

Capítulo Dos: Mapas y Ambiciones

Nueva Providencia vibraba con la energía de un mundo nuevo, sus palisadas de madera y techos de palma contrastaban con las catedrales de piedra de Castilla. Gregorio Manzanares, ahora asentado en un modesto alojamiento cerca del puerto, encontraba consuelo en el pequeño taller de Karl Reeder, donde los mapas cubrían cada superficie. A sus sesenta y siete años, Gregorio se movía con cuidado, pero su mente seguía afilada. Los ojos de Karl se iluminaban al trazar rutas hacia ciudades míticas de oro, su voz impregnada de fervor. Gregorio, escéptico pero intrigado, admiraba la fe de Karl en Nuestro Salvador y su oficio. Los dos hombres pasaban las noches planeando expediciones, y el conocimiento de italiano de Gregorio ayudaba a descifrar antiguos mapas venecianos que Karl había adquirido.

El lugar era un imán para buscadores de fortunas. Un francés, Pierre Dubois, llegó con sueños de plantaciones de azúcar, su acento marcado y su bolsa vacía. Hablaba de las guerras de religión en Francia, su fe católica impulsándolo a buscar salvación y riqueza en las Indias. Otro recién llegado, un florentino llamado Lorenzo Ricci, afirmaba tener lazos con los Medici y alardeaba de financiar un imperio comercial. Sin embargo, sus planes se derrumbaron cuando su barco naufragó frente a la costa, dejándolo a merced de trueques con sus guantes de seda por comida. Gregorio observaba a estos hombres con la perspectiva de sus años, sus ambiciones recordándole sus propios errores pasados con los nobles en España. Sus deudas seguían en su mente, una sombra que el tiempo no había disipado.

Karl compartió más sobre su antiguo compañero, Serrano, un hombre de unos cincuenta y siete años que había partido a Puerto Viejo tras rumores de minas de esmeraldas, con planes de regresar pronto a Nueva Providencia para reunirse con él. Serrano, de temperamento ardiente, había discutido con Karl sobre la precisión de un mapa, acusándolo de ocultar riquezas. Gregorio percibió una historia más profunda, pero no insistió. En cambio, relató sus propias historias de Lepanto, los gritos de los hombres y el crujir de los remos a sus veintitrés años. Habló nuevamente de Cervantes, cómo sus historias de caballería parecían fantasiosas en medio del caos. Karl escuchaba, su corazón católico conmovido por la fe de Gregorio en Nuestro Salvador, aunque notaba su renuencia a hablar de su familia. “Algunas cargas,” dijo Karl, “son más pesadas que el oro.”

Un día, llegó un galeón español con noticias de Europa: la Guerra de los Treinta Años se gestaba, y las tensiones entre católicos y protestantes crecían. El capitán, un andaluz curtido llamado Mateo de Soto, buscaba hombres para una expedición a Panamá, donde aguardaba la plata de Potosí. Gregorio, con su experiencia en armas, se sintió tentado, pero Karl lo instó a la cautela, mostrándole un mapa con islas inexploradas. “Hay riqueza más cerca que Panamá,” susurró Karl, señalando un punto en el Caribe. A pesar de su edad, Gregorio aceptó unirse a una pequeña expedición, financiada por Diego de Vargas, quien había obtenido un préstamo de un banquero genovés. Thomas Hale, el inglés, también se unió, su rostro sombrío ocultando una veta despiadada.

La expedición fue un desastre. Las tormentas destrozaron el barco, y las habilidades de pesca de Gregorio mantuvieron viva a la tripulación cuando naufragaron en un islote árido. La bravata de Diego se desvaneció, y las oraciones de Hale se volvieron desesperadas. Gregorio, con su estoque aún confiable, repelió a un grupo de asaltantes nativos, ganándose el respeto de la tripulación. Mientras reparaban el barco, pensó en su juventud, cuando la fe en Nuestro Salvador lo guiaba. De regreso en Nueva Providencia, Karl lo recibió con alivio, sus mapas ahora marcados con los peligros del islote. El fracaso solo fortaleció la determinación de Gregorio de forjar su propio camino, libre de la codicia que consumía a hombres como Diego y Hale.

Capítulo Tres: El Camino Hacia Adelante

Para 1616, Gregorio Manzanares, a sus sesenta y siete años, había labrado un lugar en Nueva Providencia, su reputación como espadachín y pescador perdurando a pesar de su edad. El caos del lugar no había disminuido, con nuevos llegados cada día: un mercader holandés, Hans van der Meer, buscando rutas comerciales para eludir los monopolios españoles, y una viuda portuguesa, Inês da Silva, que hablaba de los bosques vírgenes de Brasil. Ambos estaban impulsados por el mismo hambre de riqueza que había atraído a Gregorio en su juventud, pero ahora él veía sus sueños tan efímeros como las mareas. Su amistad con Karl Reeder lo anclaba, el taller del cartógrafo era un refugio donde los mapas prometían más que oro: el conocimiento de un mundo en expansión.

La salud de Karl empeoraba, sus manos temblaban mientras hablaba de sus raíces en el norte de Europa y su fe católica, rara en su tierra protestante. Insistió a Gregorio que buscara a Serrano en Puerto Viejo, un hombre de unos cincuenta y siete años que pronto regresaría a Nueva Providencia para reunirse con él, creyendo que Serrano guardaba secretos de tierras inexploradas. Gregorio, aún reservado sobre su pasado, aceptó. Su fluidez en italiano le ayudó a negociar un pasaje en un barco mercante, aunque no compartió nada de su familia ni de las deudas que lo atormentaban. Mientras se preparaba para partir, relató una vez más Lepanto, el recuerdo de las historias de caballeros y honor de Cervantes ahora teñido de ironía. ¿Habría escrito Cervantes sus historias? Gregorio se lo preguntaba, mirando al mar.

El viaje a Puerto Viejo estuvo lleno de peligros. Piratas, remanentes de las tripulaciones de Drake, atacaron el barco, y la espada de Gregorio, aunque más lenta, aún danzó bajo la luz de la luna, abatiendo a dos antes de que los demás huyeran. La tripulación lo aclamó como héroe, pero él solo sentía el peso de los años. En Puerto Viejo, encontró a Serrano, quien se presentó como Jacinto Serrano, un hombre curtido y obsesionado con las esmeraldas. Jacinto confirmó su intención de volver pronto a Nueva Providencia para ver a Karl. Sus cuentos sobre minas eran desaforados, pero sus mapas, dibujados con la precisión de Karl, insinuaban verdad. Gregorio supo del creciente control de la corona española sobre las Indias, el sistema de encomiendas enriqueciendo a nobles mientras los nativos sufrían. Le recordaba a los nobles de España, su codicia un reflejo de este nuevo mundo.

Gregorio regresó a Nueva Providencia con los mapas de Jacinto, encontrando a Karl al borde de la muerte. El cartógrafo, aferrando un rosario, habló de Nuestro Salvador, instando a Gregorio a encontrar redención en la exploración, no en la riqueza. La muerte de Karl conmocionó a Gregorio, quien enterró a su amigo bajo una palmera, jurando honrar su legado. Los mapas lo llevaron a una nueva empresa: una pequeña isla rica en pescado y madera, no reclamada por España. Con una tripulación de hombres leales, estableció un asentamiento, usando sus habilidades de pesca para sostenerlos. Diego de Vargas y Thomas Hale, ahora humildes, se unieron a él, sus sueños de oro reemplazados por la supervivencia.

Mientras Gregorio estaba en la orilla, con el mar extendiéndose ante él, sintió que el peso de sus deudas se aliviaba. El Valle de Nuestro Destino, pensó, no era un lugar, sino un viaje que llevaba a la gracia de Nuestro Salvador. A pesar de su edad, forjaría su propio camino, no por riquezas, sino por propósito, en un mundo donde la ambición y la fe colisionaban. ("I AM GOING ON AN ADVENTURE! - Bilbo Baggins")